"En mis dominios nunca se pone el sol"

"En mis dominios nunca se pone el sol"

jueves, 5 de marzo de 2009

Paranoide (violencia, locura y subversión)

Queridos lectores:
(Este es el comienzo de un relato que comencé a escribir en un tiempo lejano y que ahora os presento a vosotros; queridísimos lectores duales, para que propongáis un final (o similar) a esta 'obra' inacabada. Os recomiendo que para leer esta breve historia escuchéis antes, durante y después alguna canción de Tangerine Dream, como Ricochette Part One)
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Paranoide

Tendencia a estar siempre en guardia y a desconfiar de los demás, combinada con el deseo de estar libre de relaciones personales íntimas, en las que exista una pérdida de poder, de independencia y autocontrol. La persona se vuelve suspicaz, resentida y hostil. Responde con ira a lo que se asemeje al ridículo, la decepción, el desprecio o la desconsideración. Es incapaz de aceptar sus propios errores y debilidades y mantiene su autoestima atribuyendo sus deficiencias a los demás.



“Si hay algo en que se parecen las muñecas rusas a las personas es que unas siempre dominan sobre otras”


-Le arruiné la vida. Desde el primer momento supe que lo haría. Desde la primera vez que entró en clase lo supe. Supe que me intentaría joder, entendí desde el principio que trataría de hundirme, por su mirada siempre segura y su exceso de confianza, y no podía permitirlo. No podía consentir que un hombre como él hiciese tal cosa. No me importa lo que estén pensando ustedes en este momento, sólo digo ahora que si tengo que pasar por encima de alguien para conseguir algo, lo hago; si tengo que pisar a alguno de vosotros ahora presentes para quedar en libertad, no tendré ningún inconveniente en ello, pues ya me lo han hecho muchos otros a mí.

-Hace ocho meses, en noviembre, yo aún tenía diecisiete años; lo que quiero decir es que si hubiese hecho lo que hice en ese momento, ahora no estaría aquí… Pero nada ocurrió como yo esperaba. Cometí dos errores: hacerlo tarde, y mal. No, mal no, asquerosamente fatal. Nadie podría haberlo hecho tan mal, por muy sencillo que fuese. Lo reconozco porque sé que no tengo posibilidades para librarme de esto, aunque de todas maneras espero que esto me sirva para aprender a superar el odio que en estos instantes siento por cada uno de los que me estáis escuchando. Me defiendo solo como Sócrates porque el abogado de estado no coincidía en nada conmigo. El caso es que hice lo que hice porque lo único que quería yo en ese momento era demostrarle quién era yo y lo que era capaz de llegar a hacer; demostrarle que yo era así, que desconfiaba de todos los de mi alrededor porque yo era mejor que ellos en casi todo y no era moral que se valiesen de mi trabajo para encubrir sus fracasos personales. No me gustaba ver a alguien con una sonrisa después de haber aprobado a base de copiarme. A pesar de todo, no era una puta ONG. No. No era ético. Era más inmoral que todo lo que le hice al profesor. Mis compañeros, o así se hacían llamar a pesar de todo lo que me hacían, eran desalmados, trepas, lunáticos, despiadados… ¿He dicho trepa?; sí, a mi me llamaban trepa, aunque no estaban en lo cierto, esa no es la palabra que dijo el médico; no, el médico dijo… Paranoide.

Era de noche. En un barrio periférico de la ciudad dormían sus habitantes. Mientras tanto, Jaime andaba por una desierta carretera. Ni un coche, ni una moto, ni un alma. El ambiente era frío y la luna llena iluminaba la calle, dando lugar a una escena un tanto misteriosa, un ambiente tenebroso en una ciudad fantasma que descansaba después de un duro día de trabajo, personas con la ambición de levantar una sociedad mejor, pero carecientes de la potencia para hacerlo en una ciudad oscura y llena de fantasmas, ciega, sin futuro, sin metas.

Además de la luna, unas potentes luces que venían desde detrás de Jaime, el coche de su primo Fernando. “Venga, Jaime, no quiero estar aquí toda la noche detrás de ti, se me van a fundir las luces, ¿Quieres que te atropelle, es eso lo que quieres?”, le gritaba impacientemente. Pero la silueta negra de Jaime avanzaba, ahora más bien cuesta abajo, para más tarde llegar al tramo final que conducía a la puerta del colegio. Jaime caminaba lentamente, con una ropa un tanto extraña y unas botas Doctor Marteens. Además, sobre los hombros un bate de béisbol.

Por su forma de andar, se veía que no tenía prisa, que si hacía falta caminaría durante toda la noche con tal de hacer lo que estaba dispuesto a hacer. Él seguía, sin importarle apenas lo que Fer gritaba desde el coche: “Venga, tío, no lo hagas. Él no tiene la culpa, al fin y al cabo… es un jodido profesor, ¿qué quieres que haga? Es un humilde profesor, no tienes derecho a…”. Jaime sólo se quedaba con los adjetivos; esta vez, después de analizarlo en el contexto de la frase y determinar si era ofensivo para él o no, se limitó a decir: “No es tan humilde”. Sin embargo, Fer no le había oído. Sin pensárselo dijo: “Está bien, haz lo que quieras”, dio media vuelta y se fue.

Ahora Jaime se encontraba solo, dentro de un panorama qué él no conocía a fondo. Aquella zona del barrio junto al inmenso parque, “el parque de los sabuesos”, podía ofrecer cualquier cosa a altas horas de la noche. Él ya había oído rumores y leyendas urbanas sobre acontecimientos que habían tenido lugar allí mismo.

Ya estaba en la recta final. A cien metros, la verja gris de la entrada principal del instituto brillaba bajo el efecto luminoso de la blanca luna llena. Todo estaba en silencio. Cualquiera que hubiera pasado por ahí en esos momentos sólo habría oído los pasos de Jaime, o el ruido de sus pesadas botas en el asfalto. Jaime no caminaba por la acera, pues sólo podía interpretarlo como un control sobre él, un insulto a su libertad, como en niño rebelde que se siente oprimido. Pero la diferencia estaba en la edad, en que Jaime no tenía diez años sino dieciocho, aunque en realidad los acababa de cumplir a comienzos de febrero.

Jaime nunca había cometido un delito destacable. Quizás alguna vez una pelea en el parque de los sabuesos, pero nada mayor. A Jaime no le importaban los demás; más bien los ignoraba. Nunca dejaba los apuntes; la última vez que alguien hizo uso de los de filosofía, acabó con la boca en un bordillo. La verdad es que Jaime era agresivamente agresivo, es decir, cien por cien violento. Sus padres ya lo sabían, y habían visitado un médico en varias ocasiones, que había detectado síntomas de paranoide en la personalidad de Jaime. No es que fuese este el ejemplo más claro de este trastorno, pero presentaba una serie de características propias de un paranoide, aunque no se manifestaban de forma muy visible. Esto a Jaime no le había importado en absoluto, no había tratamiento, no había solución, no le causaba ningún problema grave ser tal y como era. Pero no le gustaba que hubiese gente que expresase abiertamente sus defectos. Se habían enterado no solamente sus padres, sino también los profesores del instituto e incluso algún que otro compañero de clase al que Jaime había oído decir algo al respecto en reducidas ocasiones. Sin embargo, Jaime trató desde el principio (el médico detectó la enfermedad hacía ya seis años, es decir, cuando tenía unos doce) ignorarlo, intentó que nadie lo mencionara para no convertirse en el hazmerreír de su clase o el tonto inteligente, como el de la película Rain Man. Si se convertía en el tonto inteligente, como él decía, todos se aprovecharían de él y de su trabajo. Pensaba que si esto ocurría, y calculó el número de paranoides que podría haber en el mundo, sólo trabajarían estos junto con un grupo minoritario de inteligentes, activos y trabajadores que ayudarían a evitar que la sociedad se viniese abajo mientras los demás, el populacho, disfrutaba del trabajo de estos. Esa era una de sus filosofías de la vida, aunque muchas se chocaban entre sí.

Jaime no tenía apenas amistades. Eso no quiere decir que nadie quisiese estar con él, bueno, en cierta manera así era, aunque en realidad era él quien decidió desde el principio no forjar ninguna amistad con ninguno de los que se encontraban a su alrededor, ya fuese por su personalidad o por otras razones. Pero la principal era la primera, la cual le impedía mantener relaciones íntimas. Nunca había tenido un mejor amigo, pues desconfiaba de todos, incluso de su familia. Es cierto que si había uno con el que se sentía divinamente era Fer, su primo. Este siempre se había preocupado por él e iban al mismo instituto, al mismo curso; a distinta clase. Siempre que había habido algún problema, el estaba allí para defenderle.

En definitiva, la personalidad de Jaime era incómoda, por su desconfianza hacia los demás, incluso a sus seres queridos. Pensaba que sus padres le habían criado para su propio provecho. Jaime era el claro ejemplo de .

Todavía le quedaban unos metros por avanzar cuando divisó la primera cámara. Esta estaba instalada en la pared del Edificio 1, encima del comedor. Luego halló la segunda; en un poste localizado en el parking. Pensó que, gracias a dios, era viernes y por tanto no llegaría el profesor a su despacho hasta el lunes, lo que por razones burocráticas no revisarían las cámaras del viernes a las doce de la noche. A pesar de todo, para prevenir, se puso la capucha del chándal y el pasamontañas.

Subió la cuesta de entrada y luego atravesó todo el parking. Llegó al edificio central y luego se dirigió al Edificio 2, donde él estudiaba. De repente, empezó a oír ruidos a lo lejos. Se asustó y se escondió detrás de unos matorrales. Pasados unos segundos se levantó y dirigió la mirada al otro lado de los matorrales. Gracias a la altura a la que se encontraban estos pudo divisar a lo lejos, abajo, a dos jóvenes de su misma edad bajando la cuesta hacia el parque de los sabuesos.

Se dio la vuelta y esta vez sí que llegó a su destino. El edificio, como comprobó de distintas maneras, estaba vacío, no había nadie. No tuvo que forzar la puerta, lo tenía todo preparado. Sacó una llave plateada del bolsillo trasero de sus pantalones y la introdujo en la cerradura. El giro de la llave no hizo apenas ruido, no fue más que un silencioso chlic. Empujó la puerta hacia delante y entró.

Dentro el ambiente era absoluto silencio. Todo estaba oscuro, al fondo del pasillo una luz cavernosa entraba desde una pequeña ventana. Sólo un hombre sin miedo a morir podría haber entrado ahí. Jaime estuvo a punto de salir corriendo, pero el odio le influía más que el propio miedo. Caminó lenta pero decididamente a lo largo de todo el pasillo. Luego giró hacia la izquierda y se encontró con la puerta de un despacho. Estaba cerrada, y sabía que de esta no tenía llave, así que se valió del bate de béisbol para golpear la manilla, que cayó al suelo al instante. Le dio una patada a la puerta y se abalanzó hacia dentro. En una de las estanterías del vestíbulo había una luz roja parpadeante, probablemente de algún aparato electrónico olvidado por su dueño. La pantalla del ordenador estaba con el salvapantallas, algo que asustó a Jaime, porque eso significaba que no hace mucho tiempo alguien había estado ahí, haciendo lo que sea. Jaime miró a su alrededor, con un sentimiento fruto de la mezcla de la angustia pura y la curiosidad por encontrar al susodicho que había estado haciendo uso de la máquina. Fue en vano, no había nadie. Entonces, agarró su bate con las dos manos y golpeó con todas sus fuerzas la torre del ordenador. Fue un sonido metálico, brusco, inicial. El impacto del bate metálico sobre otra superficie metálica había provocado una sensación un tanto extraña.

En la cara de Jaime había una cara de placer, pero al mismo tiempo de insatisfacción, pues no pensaba que había cumplido su venganza por completo. Siguió golpeando la torre del ordenador hasta dejarla inutilizable, hasta que no quedaba nada, ni un chip, absolutamente nada. Acto seguido, poseído por su propia personalidad de paranoide, empezó a golpear otros muchos artilugios, mesas, armarios, puertas, hasta que el despacho del profesor quedó inservible.

Papeles por los suelos, el ordenador destrozado, cristales en la moqueta… y un ruido en el piso de arriba. Jaime no se lo podía creer, esta vez aquél ruido no cesó, se acercaba a él. Esta vez iba en serio. A medida que pasaba el tiempo el ruido se acercaba más, y Jaime podía notar la presencia de otra persona en el edificio. En realidad la había notado desde el principio, desde que vio por primera vez la pantalla del ordenador encendida. No le dio tiempo a pensar, el hombre ya había dado la vuelta a la esquina y se dirigía al despacho. Sólo le dio tiempo a esconderse detrás de la puerta. Entonces entró la persona y Jaime reaccionó rápidamente. Le golpeó con el bate una vez y salió corriendo. El hombre cayó al suelo de inmediato. Había sido un golpe, si no mortal, muy grave. Jaime pensaba que lo había matado. Con ese batazo aquél hombre no podría seguir vivo por mucha suerte que tuviese.

Jaime corrió, corrió hasta la verja gris de la entrada principal del colegio, corrió hacia el parque de los sabuesos, y de allí bajó al núcleo urbano más cercano; las galerías. Una vez allí descansó junto a un portal, y luego se sumergió en las oscuras y tenebrosas galerías. Ahora ya no corría, andaba, con las manos en los bolsillos de su sudadera y con la cabeza baja. Se podía ver el miedo interior que tenía a través de sus ojos, y el pánico en su forma de andar. Su mirada ahora era la de un insensible asesino, la de un vil cobarde, la de un joven que había traicionado a sus propios principios y había violado el honor, sustituyéndolo por la violencia innecesaria poseída por su enfermedad incontrolable. Eso es lo que Jaime era en esos momentos desde los ojos de un poeta, pero desde los de un corriente ciudadano era un asesino, un cobarde, un hijo de puta y un cabrón. Su vida ya no tenía futuro, pensaba Jaime. Era cierto, estaba acabado. Había cometido el peor error en el peor momento de su vida, o en uno de los peores. Tenía dieciocho años, había entrado en un despacho por la fuerza y, lo peor de todo, había matado a un profesor. Todavía cabía la posibilidad de que siguiese vivo, pero era casi imposible, sería necesario un milagro. Aún así, Jaime se tranquilizaba pensando en eso.

Pero no era fácil recuperar la serenidad en una noche como aquella. Al mismo tiempo que las personas del día trabajaban, las de la noche cometían crímenes impredecibles. A lo lejos en una esquina, Jaime podía observar a dos guardias de seguridad discutiendo con un pobre vagabundo, y a continuación la impactante escena de cómo le propinaban una paliza. No era el ambiente más adecuado para un chico de la edad de Jaime, pero ahora, ¿qué importaba si ya había hecho aquello? Daba igual, a los ojos del joven asesino todo era indiferente. La paliza, los guardias, los drogadictos y los extraños; todos eran inofensivos. Al final se fue a casa. Sus padres dormían.


El hombre dual de la nueva Babilonia

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